Corría el año 1542 cuando se promulgaron las Leyes Nuevas de Indias, para “la gobernación y buen trato de los indios”. Las mismas no hacían mención a la de esclavitud porque España nunca fue un país esclavista hasta 1713, que tuvo que aceptar el llamado ‘asiento de negros’ por exigencias del Tratado de Utrech, si bien fue por Decreto de 17 de febrero de 1880, de Alfonso Xll, cuando se dió la libertad a los 30.000 esclavos que quedaban en las colonias, aboliéndose para siempre la esclavitud en España. De similar forma, en el año 1865 los Estados Unidos de América ratificaron la decimotercera enmienda a su Constitución, la cual supuso una gran conquista universal y un gran logro a la libertad. La misma decía así: “Ni en los Estados Unidos ni en ningún lugar sujeto a su jurisdicción, habrá esclavitud ni trabajo forzado…”. Ahora bien, yo me pregunto, y les pregunto en voz alta y sin complejos a ustedes: si entramos en el fondo de la cuestión, ¿de verdad podemos sostener que están prohibidos los forzados? ¿Estamos los ciudadanos realmente liberados de la servidumbre involuntaria, o sea de la esclavitud?
Apuntaba Murray N. Rothbard, al preguntarse por el tema que he traído hoy a colación: “¿Qué es la esclavitud sino a) forzar a las personas a trabajar en las tareas que el amo determine, y b) pagarles lo estrictamente necesario para la mera subsistencia, o en cualquier caso, menos que lo que el esclavo habría aceptado por propia voluntad?”
Veamos varios ejemplos, a vuela pluma, de lo que sucede en la actualidad:
Comenzaré la reflexión por el actual sistema impositivo, donde la expresión ‘obligado tributario’ chirría hasta el punto de hacer daño al oído. Esto lo que viene a decirnos es que hay que trabajar forzosamente para pagar al Estado, nada más y nada menos que una media de 180 días (seis meses). A través del IRPF el Estado nos obliga, a todos los trabajadores, a entregarle una parte de lo que hemos ganado con nuestro esfuerzo y, si nos negamos, se encargará de utilizar el poder coercitivo para que se lo abonemos, recurriendo a sanciones nada despreciables y, en caso de no poder pagarlas, tirará de nuestro patrimonio presente y futuro e incluso nos meterá en prisión si lo defraudamos. En definitiva, que se nos castiga por trabajar, que no por consumir.
Pero voy más lejos, si somos empresarios (y un taxista es un empresario, al igual que un quiosquero) nos veremos obligados a conservar las facturas, a clasificarlas e, incluso, a contratar a un asesor fiscal para que presente nuestros impuestos, no vaya a ser que incurramos en un perjuicio a la administración, lo que nos genera, en añadidura, un trabajo no retribuido y un coste adicional que nunca recuperaremos, por no hablar del atropello jurídico (contra derecho) que todo ello encierra, y es que se nos obliga a declarar contra nosotros mismos.
Aunque hay más ejemplos de trabajos forzados, mírese sino el hecho de que todos los ciudadanos estamos obligados a trabajar en las mesas electorales cuando somos convocados o que nuestros hijos deban estudiar obligatoriamente hasta los 16 años y los padres obligados a escolarizarlos, por supuesto donde el Estado nos diga y con los contenidos que ellos decidan, no vaya a ser que decidamos ser libres y entonces intervenga servicios sociales o la Consejería o quién carajo fuere para buscarnos la ruina.
Pero, quizá, los trabajos forzados más vergonzosos se presentan en el ámbito de la justicia. Me refiero, por ejemplo, a cuando se nos cita como testigos de un delito y nos obligan como ciudadanos a testificar, o sea a prestar testimonio. Y no se nos ocurra no comparecer, porque entonces seremos multados e incluso podremos incurrir en un delito de obstrucción a la justicia. Vamos, que si nos descuidamos, nos juzgan antes que al procesado.
También sucede algo muy similar con los miembros de los jurados populares, que no sólo se les obliga a asistir y servir en los juicios orales, sino que además se les encierra en una sala, de la que no podrán salir hasta que deliberen. La misma obligación tienen los acusados de ciertos delitos. Así que no es suficiente con que le manden la notificación a modo de invitación, y ellos decidan si deben acudir o no a la cita.
Sin embargo de todos los ejemplos que hoy pudiera poner, el que más me duele y el más preocupante de todos, es el que nos obliga a los abogados de España a trabajar, ejerciendo el turno de oficio (antiguamente llamado ‘el turno de pobres’) para que se garantice la asistencia jurídica gratuita en España. El Tribunal Constitucional avaló por unanimidad este atentado contra la libertad de los abogados, y llegados a este punto, pienso que ya no sé si tendremos que promulgar unas Leyes como las de las Indias o tendrá que resucitar Abraham Lincoln para enviarnos una enmienda desde el cielo a fin de solucionar el problema o si los abogados tendremos que irnos a la huelga, pero lo que es evidente que servidumbres involuntarias como las aquí denunciadas no son compatibles con la libertad.
Fdo. Antonio Casado Mena
Doctorando en derecho. Abogado y economista.