Suele ser habitual situar a finales de la centuria decimoctava, con la Revolución Francesa, más concretamente con la aprobación de La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, el punto de inflexión de lo que muchos autores denominan el «cambio de paradigma» del sistema de enjuiciamiento penal, esto es aquel que habría dejado atrás al sistema de enjuiciamiento inquisitivo. En especial, el verdadero antes y después, lo encontramos a partir del rechazo de la presunción de culpabilidad, de la concepción de imputado como sujeto socialmente peligroso, y del comienzo del abandono legal de la privación total de la libertad durante el proceso como medio necesario de protección social y de garantía de ejecución de la pena. He aquí el verdadero cambio de modelo.
En lo que aquí interesa, de esta nueva forma de entender el derecho se derivó del principio a la presunción de inocencia ciertas reglas específicas, entre las que destacan, la regla de tratamiento del imputado como hombre inocente y la regla de juicio. Esta última, implica de un lado que la responsabilidad probatoria de la hipótesis delictiva recae sobre la acusación (el que acusa, prueba) y, por el otro, que ha de absolverse al procesado si la prueba practicada es insuficiente para desvirtuar la presunción de inocencia (en caso de duda: absolución).
Ahora bien, parece entenderse que como regla santo sacra de tratamiento al imputado, la presunción de inocencia implicaría (debería implicar) un verdadero contrapeso, si no obstáculo casi insalvable, frente a la pretensión de encarcelar a un individuo no declarado culpable, resultando la siguiente e inevitable pregunta de tal hecho: ¿cómo explicar el encarcelamiento de aquel que debe ser tratado como inocente si no ha sido condenado todavía? Sin embargo, la propia Declaración de Derechos del Hombre de 1789, estandarte iluminista del cambio de paradigma, admitía la posibilidad de encarcelamiento previo a condena, estableciendo en su artículo 9, que el arresto podría efectuarse en casos de extrema necesidad. Tesis apoyado y por ende compartida por los intelectuales que inspiraron el cambio de modelo aludido, destacando a la cabeza de los mismos el propio Cesar BECCARIA, quien estimaba legítimo el encarcelamiento previo a condena en determinados supuestos.
Huelga reseñar que el hombre contemporáneo sediento de justicia y animado por la venganza, no siempre ha entendido la importancia de las conquistas del derecho, de ahí que desde 1789, hayan existido vaivenes o altibajos en dos momentos históricos posteriores, en que la legitimación de la prisión preventiva se vio reforzada precisamente por los ataques a la presunción de inocencia. El primero de esos momentos se identifica con el auge de las ideas del positivismo criminológico, a finales del siglo XIX, cuyos exponentes rechazaron el principio de presunción de inocencia sobre la base de la visión global que poseían acerca del fenómeno penal: considerar inocentes a acusados biológicamente predispuestos al crimen resultaba irracional desde todo punto de vista. La prisión preventiva era de tal modo una medida de protección social paradigmática e indispensable. El segundo, en los albores del siglo XX, momento de crisis para la presunción de inocencia, y consecuente reforzamiento de la prisión preventiva, se debió al auge de las ideas de la llamada Escuela técnico-jurídica.
Por lo demás, lo que caracterizó a los siglos XX y a lo que llevamos recorrido del XXI, aun cuando, por el momento, no se hayan verificado grandes modificaciones en lo que al enjuiciamiento penal respecta (al menos en comparación con el siglo XX) es el fenómeno de positivización universalizada de los derechos fundamentales de la Revolución Francesa, el que nos está tocando vivir, con sus virtudes y con sus defectos. Entre ellos, destaca por una parte, el ya conocido principio de presunción de inocencia y el derecho consecuente y razonable a la libertad ambulatoria durante el proceso penal, y la prisión preventiva por la otra parte, marcan mutua y universalmente sus respectivos límites.
Como para los llamados iluministas esos límites estarían dados por la finalidad del encarcelamiento sin condena: la finalidad de neutralizar peligros procesales imposibles de tutelar por otros medios. Es esa finalidad la que marca el límite entre la reglamentación de los derechos constitucionales a la libertad durante el proceso y a la presunción de inocencia y su vulneración. La sofisticación del discurso contemporáneo en comparación con la concepción de los iluministas radica, en la utilización de la noción de medida cautelar. Se trata de medidas instrumentales, no fines en sí mismas, cuya aplicación está subordinada siempre a la corroboración de dos clases de circunstancias fácticas: la apariencia de buen derecho, esto es, el juicio de probabilidad de que aquella hipótesis en cuyo favor la medida se dispone, sea acogida en la decisión final (lo que se conoce como fumus bonis iuris); y la probabilidad de frustración del derecho implicado en esa hipótesis para el caso de no ser aplicada la cautelar (lo que se conoce como periculum in mora). Se exige, por tanto, que la justificación de la premisa normativa de toda decisión judicial que aplique la prisión preventiva así concebida quedará entonces insoslayablemente ligada a la justificación de la concepción cautelar en sí misma, esto es, deberá dar cuenta de por qué está justificado encarcelar. durante el proceso en esas circunstancias, siempre y cuando una acusación lo pida, cumpliendo así la exigencia del principio acusatorio.
Fdo. Antonio Casado Mena
Doctorando en derecho, abogado y economista.