Jokin, Diego, Arancha… son sólo alguno de los nombres de una lista de niños que llevaron a lo más extremo el calvario que estaban sufriendo en las aulas. Impotencia, zozobra, indefensión, humillación, angustia, vergüenza, culpabilidad, miedo, terror, pánico… y estos son los adjetivos que dan nombre a lo que pudieron sentir estos niños.

Hablo del acoso escolar o más conocido con la terminología anglosajona “bullying”. Hace unos meses este mismo periódico sacaba la noticia de que “el acoso escolar en Murcia es el más alto de todo el país”, situando en un 11% los escolares murcianos que se sentían víctimas de agresiones e insultos ocasionales y en un 2,8 % los que lo sufrían de manera habitual.

Al margen de la opinión personal que me merece el tema, por razones de espacio y tiempo, he de comenzar apuntando que el acoso escolar como tal no está tipificado en nuestro Código Penal. No obstante podría definirlo como toda una serie de actos violentos, denigratorios e intimidatorios hacia otra persona, en este caso un menor, causando daños que pueden comportar desde una mera sanción disciplinaria por el centro educativo hasta llegar a un delito grave.

No cabe duda que la conducta ser golpeado con patadas, empujado violentamente, amenazado hasta hacerle llorar, acompañado de toda una suerte de insultos y humillaciones de forma continuada es una agresión grave. Pero, ¿dónde encajamos la conducta en el Código Penal?

El delito del Art. 173 de dicho texto, representa en opinión doctrinal casi unánime, el tipo básico donde encaja el acoso escolar, ya que recoge todas las conductas que supongan una agresión grave a la integridad moral. Junto a él, se pueden derivar otras acciones que deberán ser castigadas de forma separada. Me refiero a los casos en que además del ataque a la integridad moral se cause una lesión, por poner un ejemplo.

En otro orden de cosas, el primer obstáculo que nos encontramos en esta dura batalla es que en la mayoría de los casos las víctimas están tan asustadas que no lo comunican a nadie. Y cuando digo nadie, es nadie: ni familia, ni amigos ni profesores, y ello unido a que muchas veces las lesiones no dejan rastro, nos complica muchísimo la situación. A este silencio se añade, el de los llamados “espectadores cómplices”. Me refiero a los compañeros que presencian día a día y que igualmente, por miedo a represalias tampoco hablan.

Y por último llegamos a los profesores ¿pueden detectarlo? Yo entiendo que sí. Que son ellos los que pueden y deben hacerlo, ya que a veces en este primer escalón se puede terminar la pesadilla.

Otro de los problemas que nos encontramos son los propios agresores, que algunos ni siquiera han cumplido los 14 años que es donde precisamente se sitúa la edad penal, aunque si bien es cierto en estos casos el Fiscal no archivará automáticamente, sino que remitirá las actuaciones al centro docente a fin de que pongan solución. Igualmente puede suceder que los hechos no revistan tal gravedad, y de nuevo entre en juego el régimen disciplinario del Centro escolar.

Pero si desgraciadamente, por la edad del agresor, tiene que intervenir el Sistema Penal Juvenil, la Ley Orgánica Reguladora de la Responsabilidad Penal de los Menores parte de la premisa fundamental de que estos menores son susceptibles de reeducación y eso es precisamente lo que va a prevalecer en las medidas imponibles: prestaciones en beneficio de la comunidad, realización de tareas socio-educativas, permanencias de fin de semana hasta llegar al no deseado, internamiento en centro.

Todas las consideraciones anteriores ponen de manifiesto que en la educación hacia el respeto está la clave. Basta referirme a lo atinente a la posible responsabilidad de los centros educativos. Son ellos los que tienen la obligación de garantizar espacios seguros para cursar estudios y disfrutar de las horas de recreo con total libertad y en paz, de lo contrario podrán encontrarse con que deberán responder de los daños y perjuicios derivados del delito cometido por sus alumnos.

Para terminar, no me gustaría despedirme sin poner un mensaje de esperanza que Don Emilio Calatayud (Juez de Menores de Granada) dio en alguna de sus conferencias. A saber:

“La mayoría de los niños y adolescentes son buena gente: solidarios, aplicados, obedientes, educados, y de cuando en cuando, gamberros porque tienen que equivocarse. Pero es que además, los que meten la pata bien metida y tenemos que encerrarles en centros de internamiento, también salen adelante con escasas excepciones”.

La consecución de un solo objetivo: lograr un ambiente de paz y seguridad en los centros  educativos donde los menores puedan formarse y socializarse adecuadamente debe tornarse en meta irrenunciable superando la resignada aceptación de la existencia de practicas de acoso entre nuestros menores.

Gema Gómez Linares (Abogada)